Lucas 4:31-36 relata un suceso que ocurrió cerca del comienzo del ministerio de Cristo. El Señor enseñaba en la sinagoga de Capernaum. Sin duda, estaba enseñando acerca de la venida del reino de Dios. Independientemente de si la mayoría creía que Él era el Cristo o no, Lucas registra lo que pensaban de Su enseñanza. Estaban asombrados de lo que decía, porque “su palabra era con autoridad” (v 32). Estaban muy impresionados.
La razón de esta reacción era que Él no enseñaba lo que otros enseñaban y no enseñaba de la manera en que otros enseñaban. Los rabinos de la época citaban a rabinos del pasado. Incluso los profetas del Antiguo Testamento en siglos pasados habían pronunciado palabras que, según ellos, provenían de Dios. Profetizaron lo que vendría.
Pero Cristo no apeló a rabinos anteriores. Habló con autoridad propia. Afirmó ser el cumplimiento de la profecía. Todos esos profetas del Antiguo Testamento señalaban a la nación hacia Él. En Él, el reino de Dios estaba siendo ofrecido a la nación. De hecho, puesto que Él estaba allí, se podía decir que el reino de Dios estaba cerca (Marcos 1:15). Él tenía el poder de establecer el reino para pueblo escogido de Dios.
¿Quién podría decir cosas tan singulares? ¿Qué poder debían tener Sus palabras si eran ciertas?
En estos versículos, Lucas relata cómo Jesús hizo algo más que enseñar en la sinagoga. Mientras enseñaba, un hombre poseído por un demonio gritó con fuerza. De manera espectacular, con solo Su palabra, el demonio fue expulsado.
Independientemente de los exorcismos de los que la gente de la sinagoga pudiera haber oído hablar, este era diferente. No hubo invocaciones mágicas. No hubo rituales. El Señor habló, y sucedió. Simplemente le dijo al demonio: “sal de él”. Ante todos los presentes, el demonio, que había estado gritando, hizo exactamente lo que el Señor le ordenó.
La reacción de la gente a este milagro fue prácticamente idéntica a la forma en que reaccionaron a Su enseñanza. Nunca habían presenciado nada parecido. Se habían asombrado con Su predicación. Después de expulsar al demonio, volvieron a asombrarse. Atribuyeron el milagro a Su palabra, dada con tanta autoridad y poder (v. 36). Este milagro demostraba que su poderosa palabra, la cual proclama el reino de Dios, tiene la capacidad de hacerlo realidad, venciendo así el poder de Satanás.
Está claro que Lucas está diciendo que tanto la predicación de Cristo como Su capacidad de expulsar a un demonio demostraban que Su palabra tenía el poder de hacer lo que decía, debido a Su autoridad intrínseca.
¿No es maravilloso que también nos haya dirigido esa palabra tan poderosa y con autoridad? Uno de mis ejemplos favoritos es: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna”. Él promete que cualquiera que escuche Su palabra y crea en Él para vida eterna vivirá para siempre con Él en Su reino. ¡Esa es una palabra poderosa! Vence a la muerte misma.
No importa cuánto tiempo cualquiera de nosotros haya sido creyente, ¡qué maravillosa es Su palabra! Nosotros, que hemos creído en ella, podemos reaccionar como lo hizo la gente de Capernaum ante lo presenciado y escuchado. De hecho, podemos hacerlo en un grado aún mayor porque hemos creído en Él como el Cristo. Nos encontramos asombrados y maravillados por lo que Su poderosa palabra ha realizado en nuestras vidas.
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Ken Yates (Maestría en Teología, Doctorado, Seminario Teológico de Dallas) es editor de Journal of the Grace Evangelical Society. Es orador internacional y de la costa este estadounidense de GES. Su libro más reciente es Hebrews: Partners With Christ [Hebreos: Copartícipes de Cristo].