En Marcos 6:12-13, Jesús envía a los doce discípulos a la nación de Israel. Debió de haber sido emocionante formar parte de ese grupo. Predicaron el mismo mensaje que Juan el Bautista y el Señor habían proclamado: Jesús era el Cristo. Aquellos que creyeran en Él recibirían la vida eterna. Si la nación en su conjunto se arrepentía de sus pecados, el reino de Dios habría llegado a esa generación.
Juan y Jesús habían predicado a grandes multitudes, y los Doce hicieron lo mismo. Tuvieron el privilegio de visitar numerosas ciudades judías con esta buena noticia.
Pero había algo más. A través del poder que el Señor les había dado, tenía el poder de milagros. Expulsaban demonios y sanaban a muchos enfermos.
Sin duda, muchos quedaron impresionados al escucharlos y presenciar sus milagros. También estoy seguro de que los Doce tuvieron momentos en los que se sintieron orgullosos de sus logros. Sería fácil para ellos concluir que eran discípulos exitosos. Los resultados hablaban por sí mismos. ¿Cómo medir el éxito si no era por la presencia y la admiración de grandes multitudes?
Sin embargo, esa visión del éxito puede llevar a un resultado desastroso. El discípulo puede llegar a pensar que el éxito se logra cuando las personas se sienten atraídas por él. Si mucha gente se impresiona con sus dones y habilidades para hablar, entonces cree que está haciendo un buen trabajo.
Sin embargo, eso no es lo que define a un discípulo exitoso. Incluso en Marcos 6 encontramos una forma de medir el éxito. En el versículo 30, los discípulos regresan de su ministerio a la nación. No sabemos cuánto tiempo duró su gira de predicación, pero cuando llegaron al Señor, le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.
La verdadera medida de su labor se observa en los versículos siguientes. En el versículo 31, Marcos narra que una gran multitud se reunió para escuchar a Jesús. Los discípulos habían dicho a miles de personas que Jesús era el Cristo. Los milagros que realizaron los hicieron como embajadores de Él. Ahora, la gente acudía verle en persona.
Cualquier orgullo que los Doce pudieran haber sentido al predicar y sanar en diversas ciudades estaba fuera de lugar. El trabajo de un discípulo no es impresionar a las personas, sino guiarlas hacia Cristo. Cuando las multitudes acudieron para escuchar a Aquel del que los discípulos habían hablado, Él los alimentó milagrosamente. Les mostró que Él era su Pastor (Marcos 6:39-43). Los Doce no eran nada sin Él.
Me pregunto qué pensaron los Doce cuando la gente vino a escuchar al Señor. ¿Resentían—aunque fuera un poco—que el enfoque estuviera en Él? ¿O adoptaron la actitud de Juan el Bautista: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”?
Habría sido comprensible si sintieran una punzada de celos. Pero estoy seguro de que esos sentimientos desaparecieron conforme alcanzaban madurez espiritual.
Nosotros podemos caer en la misma trampa. Podemos pensar que somos seguidores exitosos de Cristo cuando las personas se impresionan por nuestros logros. Pero la verdadera medida del éxito es cuando guiamos a otros hacia Él.
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Ken Yates (Maestría en Teología, Doctorado, Seminario Teológico de Dallas) es editor de Journal of the Grace Evangelical Society. Es orador internacional y de la costa este estadounidense de GES. Su libro más reciente es Hebrews: Partners With Christ [Hebreos: Copartícipes de Cristo].