Recuerdo cuando tenía 12 años y vivía en Corea del Sur, era un país en desarrollo y muy pobre. Un día, un misionero cristiano trajo a un niño de mi edad a visitarnos. Era un huérfano que vivía en una caja de cartón en la ciudad de Teague. Cenó con nosotros y lo que recuerdo de él es lo sucio y hambriento que estaba.
Recientemente, estaba leyendo un libro, El Caso de la Gracia, de Lee Strobel. En el libro el autor también habla de una huérfana en la época inmediatamente posterior a la guerra de Corea. A los cuatro años fue echada de su casa y forzada a sobrevivir sola. Como era el producto de la unión entre una madre coreana y un padre que era soldado estadounidense, estaba considerada una paria en su sociedad. No era una coreana de sangre pura.
Las privaciones por las que pasó son desgarradoras. Vivía en los campos y en las calles. Su comida provenía de la basura de otras personas e incluso de los ratones que podía cazar. Sufrió explotación sexual. Vivía con hambre y enfermedades constantes. Sus conciudadanos la despreciaban y en ocasiones también la maltrataban físicamente.
Un día, una enfermera sueca se la encontró y se la llevó a trabajar a un orfanato que dirigía. La niña era ya demasiado mayor para ser adoptada, pero el trabajo le proporcionaba comida y un lugar donde alojarse.
Un día, una pareja estadounidense visitó el orfanato para adoptar a un niño. Vieron a la joven atendiendo a los niños. Estaba sucia, delgada y tenía la cabeza llena de piojos que incluso le hacían cambiar el pelo de color. El hombre americano le hizo cierto gesto de ternura. Ella no supo reaccionar ante tal gesto, le escupió y salió corriendo.
Al día siguiente, la pareja regresó y dijo que quería adoptar a la joven. Ella pensó que iba a ser una sirvienta en su casa. Solo después de un tiempo la pobre se dio cuenta de que la consideraban su propia su hija.
No es difícil ver el cambio que supuso la adopción para esta niña de nueve años. No había nada en ella que atrajera a esta pareja. Fue su amor y misericordia hacia ella lo que les empujó a acogerla en su familia. Pero esa adopción la salvó de muchas maneras diferentes.
Encontré que esto es una gran ilustración de lo que ha sucedido con el creyente en Jesucristo. Pablo nos dice en los versículos de Romanos 8:15-16 que, como creyentes, fuimos adoptados en la familia de Dios. Nos hemos convertido en sus hijos:
Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios.
Pero, ¿qué atractivo teníamos? Cuando leemos los tres primeros capítulos de Romanos encontramos una descripción de lo que éramos antes de ser adoptados por Dios. La condición de esa niña en el orfanato es una buena imagen de lo que éramos espiritualmente antes de la fe.
En la historia de esa niña, la mejor parte fue cuando se dio cuenta de que no era una sirvienta en la casa de sus nuevos padres. Ella era su hija. Se dio cuenta cuando un vecino se lo dijo. Dice que corrió a casa con ese pensamiento en la cabeza, entró en su casa y le preguntó a su madre si era verdad. Relata la alegría que sintió al darse cuenta.
¿Cómo deberíamos sentirnos al saber que somos hijos de Dios?
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Ken Yates es pastor de la iglesia Little River Baptist [Iglesia Bautista Rio Pequeño] en Jenkinsville, Carolina del Sur. Él enseña con GES en los institutos bíblicos por todo el mundo.