En una conversación reciente con un amigo, aprendí que los satanistas practican un ritual en el que blasfeman públicamente contra Dios como parte de sus ceremonias de adoración. También lo hacen en las redes sociales, no solo para mofarse del Señor y del cristianismo, sino también porque quieren volverse “insalvables”. Les han dicho que si blasfeman contra el Señor, en el futuro nunca podrán salvarse del lago de fuego. Muchos hacen esto por rebeldía durante sus años de adolescencia.
Incluso dentro de la iglesia hay quienes están de acuerdo con esta idea. Se les ha convencido de que blasfemar contra el Señor en su pasado fue un pecado tan atroz que no pueden ser salvos, aunque ahora crean en Jesús. El resultado es que viven con miedo, sin estar seguros de su salvación porque una vez blasfemaron contra el Señor por arrogancia o estupidez juvenil. Afortunadamente, la Biblia cuenta una historia diferente. En resumen, la vida eterna sigue siendo ofrecida a todos, incluso al blasfemo.
Según el diccionario Webster, blasfemar significa “hablar de una manera que muestra irreverencia hacia Dios o algo sagrado”.
El significado principal es hablar mal de, mofarse o calumniar al Señor. El satanista es un ejemplo obvio de alguien que se burla del Señor y del cristianismo. Sin embargo, debe señalarse que cualquiera—desde el ateo que se mofa hasta el calvinista que ridiculiza la “gracia barata”—puede ser técnicamente un blasfemo. Existen blasfemos de todas clases. Vemos esto durante la crucifixión del Señor. Los soldados que golpearon al Señor eran ciertamente blasfemos (Lucas 22:63-65). Mientras Jesús estaba en la cruz, Marcos registra que los que pasaban lo blasfemaban (Marcos 15:29), meneando sus cabezas y mofándose del Señor al desafiarlo a descender de la cruz. Los principales sacerdotes igualmente se mofaban del Señor, diciendo que ya que salvó a tantos otros, debería poder salvarse a sí mismo (Marcos 15:31-32). El último grupo de blasfemos fueron los dos ladrones junto al Señor, que también “lo injuriaban” (Marcos 15:32b).
En este último ejemplo, encontramos una hermosa imagen de la gracia de nuestro Señor hacia el blasfemo. Según el Evangelio de Lucas, mientras el primer ladrón continúa mofándose del Señor (Lucas 23:39), el segundo ladrón cambia su parecer a medida que avanza el día y acaba defendiendo al Señor y reprendiendo al otro ladrón (vv. 40-41). Finalmente, en el v. 42, el ladrón se vuelve hacia el Señor y le pide que lo recuerde cuando venga en Su reino. El Señor, lleno de gracia y verdad, responde a su petición y le dice a este antiguo blasfemo que pronto estará con Él en el paraíso.
Otro ejemplo de un antiguo blasfemo es el apóstol Pablo. En 1 Timoteo 1:12-13, el apóstol se describe a sí mismo antes de ser salvo diciendo:
Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio, habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. (énfasis añadido).
Al tratar esta cuestión, muchos dentro de la cristiandad dirían que si alguien llega a la fe más tarde en la vida, esto significa que “realmente” no blasfemó contra el Señor. Sin embargo, la declaración del apóstol Pablo muestra lo contrario. Admite sus pecados anteriores, incluyendo la blasfemia. También debe notarse que Pablo admite haber hecho que otros blasfemaran contra el Señor durante sus días de persecución a la iglesia primitiva (Hechos 26:9-11). Por lo tanto, Pablo no solo era un blasfemo, sino también un “hacedor” de blasfemos. Sin embargo, a pesar de la lista de depravaciones que Pablo cometió antes de llegar a la fe, incluyendo la blasfemia, continúa presentándose como un patrón para aquellos que van a creer en Jesús para vida eterna (v. 16). Así, la oferta de vida eterna no fue anulada por su pecado de blasfemia.
Ya sea que una persona haya sido una vez satanista, fariseo legalista o ladrón asesino, la gracia de nuestro Señor se extiende a todos nosotros. Incluso si una vez blasfemaste contra el Señor, todavía puedes, por Su misericordia, venir a la fe y recibir el regalo de la vida eterna.