Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor (1ª de Juan 4:7-8).
Al destacado teólogo católico romano Hans urs von Balthasar le preguntaron una vez por qué era necesario creer en la Trinidad. Su respuesta fue sencilla: “Gracias a la Trinidad podemos saber que Dios es amor”. Pero, ¿Cómo nos permite la Trinidad saber eso? Creo que el versículo de 1ª de Juan 4:8 nos sugiere una respuesta.
Nuestro Dios es muy diferente a los dioses de las naciones. Otras tradiciones religiosas conciben a sus dioses como remotos, distantes y despreocupados, algo parecido a una “mirada cósmica sin parpadear” o a un “iceberg metafísico”. Estos dioses pueden ser poderosos (en cierto modo), pero también tienden a estar totalmente alejados de las preocupaciones, pasiones o sentimientos humanos. El amor está por debajo de ellos. No les afecta. Tales dioses anhelan el poder y la adoración. Pero, aunque sus devotos los veneren con temor, los detesten o se sometan a ellos mansamente, no pueden ser amados.
Sin embargo, esto no es cierto respecto al Dios de Israel, que envió a su Hijo a morir por los pecados del mundo. El Dios de Israel, el Dios proclamado en el Evangelio, se caracteriza de manera suprema por el amor. Pero decir, como hace Juan, que el amor es de Dios y que Dios es amor, no es simplemente describir las acciones de Dios. No, el amor no describe simplemente lo que Dios hace, sino lo que Él es. Dios es amor. El amor es su propio ser. Que Dios es amor en sí mismo nos lo revela la Santísima Trinidad.
En la Divinidad hay tres Personas divinas, pero un solo ser o sustancia divina, de modo que la existencia misma de Dios es comunión personal. El Padre engendra eternamente al Hijo (Juan 3:16), y el Espíritu procede tanto del Padre como del Hijo (Juan 15:26; 20:22). Al igual que una familia, Dios existe como una interacción eterna de amor entre las tres Personas Divinas.
Esta revelación da a los cristianos una comprensión totalmente diferente del propósito de Dios para la creación y la salvación. La Trinidad nos revela que Dios no creó el mundo porque necesitara algo que amar, como si, aparte de la creación, estuviera de algún modo incompleto (como dirían los teólogos del proceso). Por el contrario, el mundo no fue creado por la necesidad de Dios, sino por su abundancia, como una efusión dinámica y fértil del amor trinitario. El Dios bíblico pobló el mundo con criaturas creadas a su imagen precisamente para que ellas (nosotros) pudiéramos también vivir a su semejanza. Es decir, vivir respondiendo al ilimitado amor trinitario de Dios y compartiéndolo. Por eso, mientras que otras religiones tienen como “pilares” los actos impersonales y de sumisión, en el cristianismo los dos mandamientos mayores que Dios proclama son en realidad aspectos de un único imperativo: amar. Incluso ese mandamiento adopta una forma trinitaria, pues estamos llamados a amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos (Mateo 22:37-40).
Aunque a veces se considera que la Trinidad es una doctrina incomprensible que es mejor dejar fuera del púlpito, creo que es todo lo contrario. En un mundo en el que los matrimonios, las familias y otros lazos sociales se deshacen cada vez más, en el que las personas parecen incapaces de formar vínculos de amor duraderos, y en el que la cultura popular nos deja sin ejemplos vivos de cómo deberían ser las relaciones amorosas, la doctrina de la Trinidad es como un bálsamo para el alma. A la luz del amor trinitario eterno, podemos discernir nuestro propio propósito, a saber, vivir en shalom (en paz) con los demás, como receptáculos del amor de Dios.